
Las paredes se fusionaban con la efervescencia de su interés a plazos. De su impaciencia, del erizo que escondía bajo una coraza maquillada hasta el último entresijo. De su corazón remendado y con rodilleras, coderas y hasta protector bucal.
Al despertar junto a todos los resquicios de una fiesta inexistente, envuelta en folios sin un sólo espacio libre. En tiempos del blanco ausente. El ruido de sus vecinos corriendo, el coche que no arranca y la señora que habla alto. La calle en su ventana. La vida estallándole en la cara. Y ella... aparcada. En doble fila. Siempre a la espera de lo que está por venir. Y por si acaso, tacones y pintalabios rojo. Día sí y día también. Pero su príncipe más bien verdoso ya por el paso del tiempo, y sin caballo blanco, debía estar en un atasco. Y el aire acondicionado en invierno le hacía un flaco favor a su frío crónico. Anclada su mirada. En el flujo incesante de barcas varadas. Con más en el aire que por tierra. En orillas con menos arena que algas. Con más pisadas que charcos. Con menos pájaros en mano, que volando.