Siempre que te cuento y tú,
por descontado, descuentas cada una de
mis historias y las revendes al contado, me acuerdo de los
cuentos recién hechos que me leían antes de ir a la cama. Y cuando no me los leían,
me los autocontaba en un acto de
rebeldía literaria. Tenía
tantos pájaros en la cabeza, que a algunos, a día de hoy, no me ha quedado más remedio que pedirles
amablemente que se vayan.
Porque ya no me caben. Y
siempre vienen más, buscan su sitio, lo reclaman, como el mar cuando se construye sobre su terreno. Son suficientes como para seguir con mis cuentos en espiral. Con mis marejadas y corrientes. Mis olas de letras que rompen en el momento en que las libero sobre el blanco del papel. De la pantalla. En cada uno de esos momentos
un trozo de mi me deja también. Se va con ellas.
Y no me extraña.
Y lo que más deseo es que siempre nos queden cuentos. Que contar, que contarnos.
Dejarnos ir en (pequeñas) dosis narradas de nosotros mismos.
Y volver, volver.
En forma de historias atemporales.
No hay comentarios:
Publicar un comentario