A veces, cuando vuelvo a posar mis pies en la tierra, dejo rodar mi mirada cuesta abajo, en busca del mar, furtiva, sin encontrar respuestas. Como mis tantas preguntas solitarias y semi-olvidadas, empolvadas de tiempo en la estantería. Qué bueno fue tener 4 ó 5 años y que se consideraran políticamente correctas. No sé cuánto tiempo ha de pasar, ni si tendré el aguante que espero tener. No sé si mis alas seguirán en plena forma cuando vuelva a aterrizar en mi casilla de salida. Porque volver siempre fue una norma inquebrantable entre mis principios, lo único que me queda cuando me parece que no queda nada. Aunque quede. Y es que a veces no
sabemos apreciar las realidades, que se nos derraman encima como un café ardiendo y nos muerden la falda como perros rabiosos, desgarrando los bordes de las mañanas. Y es que nos derrumbamos como si nos cayera el dominó del cielo, pieza por pieza. En lugar de levantarnos y correr, escapar de ese momento en que nos parece ver de reojo pasar por nuestra cabeza la leve idea de que no podemos más. Y cuando ya estemos lo suficientemente lejos, nos plantearemos si de verdad es lo suficientemente lejos. Y entonces nos parecerá cerca hasta el rincón más recóndito, hasta la caricia más fría, hasta el silencio manoseado, calculado y mágicamente estructurado.

No sé dónde empieza el final de la popa de mi barco, pero sacaré la vela. A ver si el viento me vacía de sentidos perdidos, y me lleno sin querer de
luegos. Para cuando
ya sea tarde.


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