Los folios envejecen de esperar, y yo los miro absorta en la desidia momentánea que me gana la partida a ratos. Por eso no los miro mucho. Ya están ellos ahí para mirarme a mi. Aunque luego siempre toca la revancha. Por las noches y a las 6 de la mañana. Y de la tarde. Les da igual que haya más o menos luz solar. Me esperan al despertar las montañas de papel y yo no puedo evitar pensar en los árboles caídos. Y en el derroche (de) sin sentido (s), tantas veces. Y ya tengo para descentrarme un buen rato.
Cuando se me pasa, siempre aparece algo (o alguien) nuevo que me retiene la atención a la fuerza, hasta noto los latidos entrecortándome la conciencia, que le ha dado por llevar la cuenta de mi tiempo perdido con ganas.
Y no se da cuenta de lo que en realidad pierdo por segundo son centilitros de mi misma, de pensarlo me salen canas. Aquí sentada, rodeada de artículos asépticos y fórmulas que no me descubren nada (nuevo). Enmudecen mis pensamientos y entran y salen de mis casillas como una rutina casi-casi desfasada. Y a mi reloj se le acaba el tiempo. Y eso que no es de arena, porque si lo fuera, el mar ya habría terminado por colarse y romper el cristal reclamando su sitio...
Febrero, a pesar de todo, está consiguiendo hacerme caer en que todo esto será de lo que más eche de menos.
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